jueves, 11 de agosto de 2011

El reflejo de mi verdad

Eran ya casi las tres de las mañana de un día que había transcurrido en el mismo perímetro. El cansancio se sentía no sólo en la pesadez del cuerpo; el alma estaba tan vacía que se lograba percibir su profundidad. Le temía al dormir y soñar, al soñar y recordar, al recordar sin volver a vivir.

A veces escuchaba gritos y, cuando esperanzada volteaba la mirada, me encontraba con que era mi propia voz la que resonaba en aquella habitación vacía y oscura; en eso sentía que me había convertido, en una habitación condenada a tener sus puertas cerradas, resignada a vivir sin luz y sin aire por falta de ventanas.

Estaba cansada de los intentos, pues hab{ian comenzado a sentirse como una lista de fracasos que dolían como una caída en pleno asfalto. Mis tardes transcurrían en una búsqueda interminable de respuestas a preguntas que no había tenido el valor de formularme.

Después de noventa días en completa soledad, el silencio se convirtió en un ruido insoportable, el sonido de mi propia respiración era mi único acompañante y lograba desesperarme e incomodarme al punto de que un día decidí sacarlo de aquella habitación; tomé la decisión: dejé de respirar, pero después de los primeros diez segundos, los latidos de mi corazón se tornaron cada vez más fuertes y comenzaron a aturdirme, incluso mucho más que mis respiros.

Cuando desistí de la idea de acabar con mi respiración, aquel único acompañante que me aturdía y desesperaba, vinieron a ki cabeza recuerdos que no pude transformar en imágenes, pues pasaron tan fugaces como una  ráfaga de viento inesperada. 

Fue en ese momento cuando me di cuenta de que ni siquiera podía recordar mi propia imagen. Busqué rápida e impacientemente algún reflejo, como quien busca la salida en un túnel oscuro, y fue allí cuando finalmente se abrió la puerta que había estado cerrada durante noventa días. Al voltear la mirada me encontré en un espejo, sin más remedio que hacerle frente a mi verdad

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