sábado, 13 de agosto de 2011

Historias del Metro: La máquina del tiempo, por Jorge Gómez Jiménez


La máquina del tiempo
Hubo un tiempo en que el Metro era tan hermoso que no nos lo creíamos. Entrábamos con la boca abierta a aquellas estaciones grandilocuentes, magníficas, que gritaban modernidad y, más que eso, futuro. La Hoyada era un estadio fastuoso desde donde podía verse la ciudad creciendo alrededor como un bosque de gloriosas estalagmitas. Chacao tenía una entrada que a mí se me antojaba tenía el mismo espíritu atemporal del cine Radio City. Incluso una estación tan aparentemente anodina como Parque Carabobo era la puerta a una realidad alterna llena de árboles en plena jungla de concreto.
En aquellos años felices, uno podía subirse al Metro a las 6 de la tarde y siempre encontraba puesto. La gente, amable hasta el delirio, evitaba hablar en voz alta; en realidad, todos experimentaban un extraño sosiego que les alejaba del escándalo. Era como si los andenes frescos con su noche perenne o el aire acondicionado de los vagones hubieran tenido la facultad de adormecer al pasajero y de convertirlo en ciudadano de una Caracas orgullosa y plácida.

Pero luego vino el vendaval, la avalancha de una ciudad que se desplomó en picada, y que dejó sus escombros a todo lo largo de sus otrora bellos espacios. El abuso y el riesgo impusieron su dominio en las calles y, a paso de vencedores, penetraron también los túneles del Metro, amparados en un crecimiento que no tomó en cuenta el consecuente aluvión de usuarios. Las estaciones grandilocuentes siguen allí, no se han desvanecido, pero ahora la única realidad alterna a la que accedes cuando te aproximas a ellas es la de terminar el día sano y salvo.
A veces, el Metro se sacude y recupera esa paz subterránea que prevalece en el recuerdo y hace tan indigno el presente. Sucede especialmente en los días feriados, cuando tres cuartas partes de la ciudad huyen a mejores horizontes o se quedan agazapadas en sus casas. Entonces el Metro se convierte en una máquina del tiempo y vuelve a ser ese espacio benévolo en el que encuentras puesto y sosiego. Y sabes que pasado el fin de semana largo todo volverá a ser como antes, pero igual te arrellanas en tu asiento. Francamente, no te importa.
La fémina rotunda
Era una catira preciosa, de esas cuya belleza fulminante tiene el poder de interrumpir tanto conversaciones como pensamientos. Se subió en Bellas Artes y, con la pericia que da el uso cotidiano del Metro, se acercó a la puerta del lado contrario, que cuando llegara a su destino sería el lado correcto, mientras los hombres, mirándola en silencio, bailábamos a su alrededor al compás del vaivén del tren.
Todos la mirábamos, excepto dos cuyo parecido físico hacía pensar que eran hermanos. Es cierto que sí la vieron; el mayor le hizo una seña al menor, quien se volteó para hacer la correspondiente mirada de reconocimiento. Pero pronto reanudaron su conversación.
Hay algo que las caraqueñas ignoran, y es que tienen un acento divino. La voz de la caraqueña es una canción inconfundible. Así que cuando la catira se volteó hacia el menor y le habló en tono desafiante, los demás hombres sentimos algo como un estremecimiento. Algunos, incluso, cerramos los ojos e imaginamos mejores usos para esa voz de fémina rotunda.
“Pero bueno, ¿qué es lo que te pasa?”, fue lo que le dijo la catira. El menor, sorprendido, se quedó sin habla; el mayor, en tono conciliador, le preguntó a ella a qué venía la increpación. “Este tipo me está agarrando el culo”, respondió ella, y luego, dirigiéndose al acusado: “Aprovechándote de que el vagón está full me agarraste el culo”.
El menor, por supuesto, lo negó. Habría bastado con disculparse caballerosamente por lo que de seguro fue consecuencia del hacinamiento del vagón, pero cometió el error de ponerse insolente: “Estás loca”, le dijo. Entonces ella, con su divino acento de hembra caraqueña, lo retó a ir juntos a la seguridad del Metro. Salieron en Chacaíto, perdiéndose entre la gente y seguidos por el hermano mayor, confundido y molesto.
Dentro del vagón los hombres nos sumimos en un silencio reflexivo, pensando si la acusación era real o no. La catira había dejado el efluvio de una personalidad avasallante embutida en un cuerpo magnífico. Cuando se cerraron las puertas del tren, un chico en uniforme de liceo acabó con la tregua al decirle a un compañero: “Así empezaron papá y mamá”.
Machito
Machito se monta en Teatros. Es un moreno corpulento pero bajito, y luce un parecido físico con el Gato Galarraga que pasa por los ojos grandes, se detiene en la nariz —más ancha que la del pelotero— y recala en el bigote felino y los dientes ostentosos. Tendrá unos veinticinco años.
Otro muchacho, más delgado, más alto, llega corriendo y logra meterse forzando una pizca de espacio libre. Se conocen. Se saludan con uno de esos movimientos de dedos que hace decenios sustituyen al tradicional y más sencillo apretón de manos. Un “¿Qué pasó, Machito?” proferido por el recién llegado revela la “identidad” del primero.
Ambos llevan ropa de trabajo, sucia de calle, con un logotipo sencillo que podría ser de una constructora. Sus modales son temibles, con una gesticulación impregnada, como sus ropas, de calle, y esa media lengua que se parece al español pero que en realidad es una muestra vaporosa de argot, y que se pronuncia con matices que van de lo gutural a lo agudo incluso en un mismo vocablo.
La verdad es que, pese a sus uniformes, meten miedo. Incluso su conversación es inocente, intercala el cuento de la última parranda con la descripción de una mamita que lo que está es papá. Pero igual meten miedo, y lo saben: se las apañan para darle a entender, a quienes aspiran a entrar, que el vagón ya está full. Lanzan una mirada estudiada de bichitos peligrosos que repele a quienes llevan minutos esperando.
En Artigas una anciana hace amago de entrar, pero cuando ve a Machito y a su amigo recula sobresaltada. Machito le dice al otro: “¿Qué pasó, pana, tú no eres un ca-allero?” y lo empuja lanzándolo al andén. El otro cae al lado de la anciana, muerto de risa a pesar de que ahora llegará más tarde a casa.
“Entra, abuelita”, dice entonces Machito, y le extiende la mano y es como si se detuviera de pronto todo el sistema para que la anciana entre. La abuelita suspira un “Ay, gracias, mijo” al tiempo que entra al vagón como quien asalta un porvenir inesperado, y las puertas se cierran detrás de ella.
El otro, todavía en el piso del andén, sigue riéndose y grita con su voz gutural y aguda, eres una ratica, Machito.

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